Con una respuesta generosa de fieles:parroquianos y cofrades tuvieron lugar las celebraciones litúrgicas que la Presiedenta de la Agrupación de Cofradías, con los PARROCOS de la ciudad, tuvieron a bien confeccionar.
Se hizo llegar a los fieles una estampa (copia de la pintura que cuelga en el paraninfo de la antigua universidad ) llevando en el reverso una oración que el Santo compuso para su devoción, así como la letra del HIMNO que se compusiera, cuando fué nombrado por Pio XII, Patrón del clero español.
La EUCARISTÍA del día 10 de mayo, presidida por el Iltrmo. Sr. Dean de la S.I.C. y concelebrada por los sacerdotes baezanos contó con el coro de la cofradía del Stmo. Cristo de la Salud.
En su homilía dijo lo siguente:
Cuentan los biógrafos de Sta. Teresa, que, estando en Toledo, le llegó la noticia de la muerte del padre Maestro Ávila. Su reacción fue echarse a llorar con grande sentimiento y fatiga. Sus acompañantes, que sabían que no había llorado cuando murió su hermano, le dijeron que no se afligiera, porque se habría ido a gozar de Dios. A lo que la Santa respondió: De eso estoy yo muy cierta, mas lo que me da pena es que pierde la Iglesia de Dios una gran columna, y muchas almas un gran amparo, que tenían en él, que la mía, aun con estar tan lejos, le tenía por esta causa obligación. El tránsito le llegó a Juan de Ávila un 10 de mayo de 1569, y nosotros, hoy, nos reunimos en la Eucaristía, de la que tan devoto fue él, para venerar su memoria y dar gracias a Dios por el fecundo magisterio del que con razón fue llamado ya en su tiempo el Maestro.
Lo mismo que quienes vieron las desconsoladas lágrimas de Sta. Teresa, podemos preguntarnos nosotros quién es, quién fue, qué significó aquel sacerdote secular, manchego de nacimiento, andaluz de adopción, universal por su doctrina. Qué tenía la palabra de aquel que juzgaron sus contemporáneos un Pablo redivivo, para que fray Luis de Granada repitiera al pie de la letra gran parte de sus sermones. Qué signos de vida sobrenatural ofrece este santo tan tardío, que vio cómo sus discípulos y dirigidos (Sta. Teresa entre ellos), se le adelantaran vertiginosamente en el camino de los altares, mientras él casi todavía podría estar esperando. Quién fue este Juan de Ávila, que, mientras muchos veían el sacerdocio como una buena carrera, él dejó a un lado honores, prebendas -como la canonjía magistral de la catedral de Jaén-, prelacías -el obispado de Segovia, el arzobispado de Granada-, para retirarse a Montilla y morir sobre un pobre jergón, legando como únicos bienes una pobre cruz de palo, unos cuantos libros y un riquísimo magisterio en el que la palabra y el testimonio se unen en perfecta y armoniosa coherencia de vida. Qué atracción tenía este descendiente de judíos, converso, con lo que eso significaba entonces, para cautivar la voluntad de la gran nobleza de Andalucía, de los cristianos viejos de antaño. ¿Cuál es el misterio que encierra la vida de Juan de Ávila? Ese misterio tiene un nombre y un rostro concreto: Jesucristo.
Las lecturas de este domingo 5 de Pascua nos ayudan a contemplar la figura de este egregio pastor, ejemplo de predicador y director de conciencias, exquisito literato, cuyas obras son citadas en el Diccionario de autoridades, de la Real Academia. La mejor definición que de él se puede hacer, que no por ser conocida no es menos válida, es decir que fue un fiel trasunto de Cristo. De ese Cristo que en el texto de S. Juan que hemos escuchado se presentaba como la vid verdadera, cuyo labrador es el Padre. Por ello, Juan de Ávila bien pudo hacer suyas la antífona del salmo responsorial: El Señor es mi alabanza en la gran asamblea. No hay dos o tres o varios Juan de Ávila. No podemos separar al Juan de Ávila humanista, biblista, fundador, pedagogo, del Juan de Ávila creyente, aquel sacerdote del siglo XVI cuya vida ministerial no tuvo otro sentido sino transmitir a los demás la amistad de Cristo. Hacerlo significaría separar el sarmiento de la vida, cortar mezquinamente la savia del Evangelio de todas las obras del Maestro Ávila, con lo que terminaríamos manipulándolo y caricaturizándolo torpemente, aunque pretendiésemos valorar todo lo positivo que pudo aportar en los diversos campos en que se movió.
Por eso, os invito a que, junto con la Palabra de Dios, dejemos que sean las palabras del Maestro Ávila las que nos permitan acercarnos a su auténtica figura. Esas palabras que, como canta su himno, tienen prendidas el fuego divino del mismísimo apóstol San Pablo.
La primera característica con la que se nos presenta Juan de Ávila es la autenticidad, la coherencia, que le llevó a no amar de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad, como escuchábamos en la segunda lectura. Por ello nunca ejerció el pastoreo por la fuerza, sino con la autoridad moral que se impone por sí misma. Fue el presbítero que nunca olvidó que era ministro de Cristo siervo, esclavo, que no ha venido a ser servido sino a servir hasta dar la vida en rescate por todos. Juan de Ávila ejercía un magisterio fecundo, in vinculis charitatis, nunca como controlador exigente de sus dirigidos, tan en boga entonces y siempre, y a quien otro contemporáneo, Juan de la Cruz, criticaría tanto. Decía de esta faceta de Ávila fray Luis de Granada: Pues siendo este cebo de amor un medio tan eficaz para cazar las ánimas, no era razón que a este nuestro cazador, y tan solícito imitador del Apóstol, faltase ese mismo cebo. Y lo que de esto puedo, en suma, decir es que no sabré determinar con qué
ganó más ánimas para Cristo, si con las palabras de su doctrina o con la grandeza de su caridad y amor, acompañado de buenas obras, que a todos mostraba. Porque así los amaba y así se acomodaba a las necesidades de todos, como si fuera padre de todos, haciéndose, como dice el apóstol, todo a todos para ayudar a todos. Consolaba a los tristes, esforzaba a los flacos, animaba a los fuertes, socorría a los tentados, enseñaba a los ignorantes, despertaba los perezosos, procuraba levantar a los caídos, mas nunca con palabras ásperas, sino amorosas, no con ira, sino con espíritu de mansedumbre. Juan de Ávila supo injertar a sus dirigidos y discípulos en Cristo, vid verdadera, para que permaneciesen en él y diesen fruto abundante, haciéndoles ver que sin Cristo no se puede hacer nada positivo.
Juan de Ávila buscó la gloria de Dios, sabiendo que ésta era que diese fruto. Por eso, supo relativizar todas las demás realidades, y ponerlas al servicio de este valor supremo. Así, dejó honores y prebendas, reconociendo sus biógrados y contemporáneos otra característica que singularizó el apostolado de S. Juan de Ávila: su extrema austeridad y el amor a la pobreza que siempre demostró. Fue ministro de Cristo, sumo y eterno sacerdote, no por sórdida ganancia, sino con generosidad. Muñoz: El santo maestro Ávila, verdadero discípulo de Cristo fue varón verdaderamente pobre, y digno por esta virtud, de admiración, aun en los siglos apostólicos. Y no es exageración. Los biógrafos nos hablan de su austeridad, de su pobre vestido, de la desnudez de su casa, que era reflejo nítido de la libertad de su alma, volcada totalmente en el apostolado, en el que buscaba la gloria de Dios.
A la luz de las lecturas de este 5 domingo de Pascua, y del ejemplo de Juan de Ávila, vemos cómo Juan de Ávila se nos presenta como encarnación de un ideal que vale la pena seguir. Porque no es el suyo, particular o personal, sino el de Jesucristo. Pero, como el mismo santo maestro hacía hace más de cuatro siglos con sus oyentes, hoy a nosotros, con su vida y su obra nos invita a la confianza, a esa confianza que para él nacía de la Eucaristía, el mejor libro donde aprendió la sabiduría de la cruz. Por ello concluyo con sus propias palabras invitándoos a confiar en aquel que, habiéndonos llamado, empezó en nosotros la obra buena, y él mismo, por su gracia, la llevará a término:
No pienses que porque se subió a los cielos te tiene olvidado, pues no se puede compadecer en uno amor y olvido. La mejor prenda que tenía dejó cuando subió allá, que fue el palio de su carne preciosa en memoria de su amor. Mira que no solamente viviendo padeció por ti, pero aun después de muerto padeció la mayor de las heridas. Y para que sepas que en vida y en muerte te es amigo verdadero, y para que entiendas por aquí cuando dijo al tiempo de expirar: ‘está acabado’, aunque acabaron sus dolores, no acabó su amor. Jesucristo, dice S. Pablo, ayer fue y hoy es también, y será en todos los siglos. Porque cual fue en este siglo mientras vivió para los que le querían, tal es ahora y será para siempre para todos los que le buscaren, amaren y quisieren.
Vive, alma mía, en perpetuo agradecimiento a tal Señor y a tal amador.